Yo quería acabar, y mi mano iba a concluir la carta, pero hay que cumplir el rito acostumbrado y dar a la carta el medio para hacer su camino.
Empeñad todo vuestro diligente celo en atraer a éstos al cumplimiento del deber, y, directamente vosotros o por mediación de personas buenas, procurad por todos los medios que se den cuenta de que han obrado pecaminosamente, hagan penitencia de su maldad y contraigan matrimonio según el rito católico.
Y así se inició el rito, sin más ruido que el agitarse de las enormes alas del cóndor que se debatía, el chispotear de los mecheros olorosos y el eco lejano y manso del agua que lloraba desde el río, en el fondo del valle solitario.
La absorta muchedumbre desde entonces me ha visto —los ojos encendidos por la sagrada fiebre, la frente coronada de espinas como Cristo, las manos temblorosas de melenudo orfebre— desdeñando las fútiles cosas del Universo, consagrar mi existencia al apolíneo rito; así tiene mi vida la harmonía de un verso y es rítmico sollozo lo que naciera grito.
Hablaba del dolor del amor perdido y que era el arma de la urbe rota por una raza antiquísima que cultivaba el rico rito de la rosa de zafiro.
Para qué más lamentos de vidente en las horas del encuentro, si vislumbro lo que ruegan las hormonas en el rito exultante de sus bromas… Acepto los pasos que me agrietan y basta de más tretas… Conozco los momentos del discurso… sus sonrisas que crecen de existencias y las últimas piruetas de una muerte tan dulce que nos lleva, calavera, hacia la sombras de una luz agónica que se finge duradera.
Cuando la lucha ha durado ya diez minutos, tiempo sufi- ciente para que cada romano se haya evaporado con la respec- tiva sabina, acude el Subprefecto con el piquete de gendarmes, y no sin fatiga consigue restablecer el orden público alterado y que siga su curso la procesión. Es de rito que ocho días después, y sin cobrarles más que la mitad de los derechos, case el cura á las sabinas con sus raptores.
No ha faltado más que pecTír cinco años de pe- nitenciaría para el subdecano por haber acordado su visto hueno á la inofensiva disertación, que ciertamente no tiene ni el mé- rito de estar escrita en galano y seductor estilo, sino en prosa muy prosaica y ajustada á las leyes de la sintaxis, no obstan- te que el tema se prestaba á bizarrías de lenguaje.
Grandeza de España, no enumerando, como no debemos hacerlo, la que varios virreyes investían, como el conde de Alba de Liste (que fué el primero que trajo esa jerai-quía en 1655), el de Lemos, el de la Monclova, el marqués de Cas- lell-dos-rius y el príncipe de Santo Buono (que fué el último en 1716) diremos que sólo hubo una, conferida á familia pe- ruana, y fué la que obtuvo en 1779, con el título de duque de Sai» Carlas, el correo mayor de las Indias don Fermín de Garba jal y Vargas, natural de Lima; y recayó en él des- pués de tener la grandeza honoraria, desde 1768. Era el favo- rito de Carlos III, quien, para más honrarlo, le dio su pro- pio nombre por título del ducado.
Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.
Pero el sagrado mito que en su risueño culto dejó la Grecia primitiva escrito, hoy, del pudor insulto, perdió en los pueblos su sentido oculto, y es de la carne el oprobioso rito.
Muy honda, muy extraña ha de ser la pena de un niño, que así quiere ocultarla. En aquella la más larga de las misas del
rito católico sigue entre lagrimas, entre suspiros, con esta obsesión tan extraña.
Tomás Carrasquilla