Me enteré de que la peluca de míster Sharp no le sentaba bien, y que más le valiera no presumir tanto, porque su pelo rojo asomaba por debajo.
¿Qué era aquéllo? -Ya comprendo-dijo entonces sonriendo y rascándose la peluca--. Está visto que esa vocecita ha sido una ilusión mía.
Si estoy destinado a llevar peluca, estoy dispuesto, exteriormente al menos -añadió haciendo alusión a su calvicie-, a recibir esa distinción.
La máscara interpelada se inclinó, deferente, conteniéndose para no soltar terno de toda respuesta. Ajustó la capucha sobre la lisa
peluca, y contestó al fin: -Señora, lo mismo que hice siempre...
Emilia Pardo Bazán
Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo.
Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato a una partida semejante; avisé también al cojo Videla, uno de los muchachos más buenos y traviesos que he conocido, y -como habíamos tenido tiempo de prepararnos- el sábado, a las nueve de la noche, dejando cada uno en la cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una
peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha, a través de los potreros, llenos de un loco entusiasmo, y forjando conquistas a millares.
Miguel Cané
Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su peluca.
Así que, en lugar de galanes de ropilla y zanguilón, y de damas de brial y tocas, se ve1 frecuentada y concurrida por señores de casaca,
peluca, chupa, vuelos de encaje, sombrero tricorne y espadín, y por petimetras de tontillo o caderilla, bufanda, polonesa, escofieta, tacones y demás galas propias de Versalles, y que en mal hora nos trajo el duque de Anjou con sus gabachos y gabachadas.
Ángel de Saavedra
Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias curvas. Sus ojos negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante.
Ya en pie, mostró sus desnudas encías, y concluyó la función quitándose el sombrero y con él una valiosa peluca de rizos negros, y, allí mismo, sobre postizos y rellenos, en una especie de arrebato de cólera, bailó un fandango.
El coche fúnebre se hallaba a la puerta; un coche magnífico, de cuya arquitectura no podía darse cuenta porque estaba materialmente cubierto de flores, de coronas y de cintajos; ocho caballos, lujosamente enjaezados tiraban de él; al lado de cada caballo había un palafrenero, ostentando sobre su cuerpo la enlutada librea de la casa y la blanca y aristocrática peluca, que formaba un contraste grotesco con aquellas fisonomías innobles y rústicas; detrás del carro mortuorio iban las carrozas de gala de la casa, la servidumbre entera, y luego coches y más coches, todos los coches propios de Madrid a no dudarlo.
El Mayor Weir estaba sentado frente a él, con una casaca roja de encaje y la peluca del señor en la cabeza, y juro que cuando Sir Robert se retorcía de dolor, el mono lo hacía también y formaban una pareja tan perversa cumo aterradora.