Huye de mí. - "No tal," él me responde, Y su voz parecía Que del sepulcro lóbrego salía. -"Háblame, continuó, pero en la lengua del gran Netzahualcóyotl".
Vuelve tú a la tuya, Y las auras mismas Que el
lóbrego luto De invierno disipan, También desvanezcan Con ala benigna Tus negros cuidados, Tus penas esquivas.
Manuel José Quintana
Atenta, prestó oído al tumulto del mar, bajó su hermosa frente que los años besaron y en dolorosos términos sus labios declararon su lóbrego destino que duele recordar: «Hace ya mucho tiempo, cuando yo sostenía »trato con los vivientes y escuché sus ternuras, »igual que el mar bravío junto a esas sepulturas »con ira lamentáronse de mi pétrea apatía.
La tierra es un inmenso laberinto cuyo centro es la tumba; cada vida por diferente senda su recinto cruza, mas todas en la tumba acaban, y en su lóbrego umbral depositamos el fardo del dolor con que nos gravan los designios de Dios, y descansamos.
En un ribazo, entre aplastadas marañas de juncos, un
lóbrego y fangoso agujero, y en el fondo, durmiendo la siesta de la digestión, entre peladas calaveras y costillas rotas, el dragón, un horrible y feroz animalucho, nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor -según decían las viejas ciudadanas- para castigo de pecadores y terror de los buenos.
Vicente Blasco Ibáñez
Sin embargo, la metrópoli se defendía de la tétrica invasión de negruras, pues insolentes y alocadas luces eléctricas de anuncios mil, con altanería, la escudaban del titánico asaltante lóbrego que pretendía ennegrecerla.
Yo muero, cuando veo que el cielo se colora y al fin anuncia el día, tras
lóbrego capuz; si grana necesitas, para teñir tu aurora, ¡vierte la sangre mia, derrámala en buen hora, y dórela un reflejo de su naciente luz!
José Rizal
iálogo POETA -Escucha, amigo Cóndor, mi exorcismo; obedece a la voz del mago Mitre, que ha convertido en trípode el pupitre; apréstate a una espléndida misión. CÓNDOR -¡Poeta audaz, que de mi aéreo nido en el silencio lóbrego derramas cántico misterioso!
Cuando el portón se hubo abierto, lo único que vislumbré adentro fue una tétrica oscuridad que al sólo mirarla, un intenso temblor recorría mi cuerpo. La luz que parecía destellar en su interior era provocada por oxidados candeleros que alumbraban aquel lóbrego salón.
En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara a cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.
Sí, le perdonarás; y mi memoria te arrancará una lágrima, un suspiro que llegue hasta mi lóbrego retiro, y haga mi helado polvo rebullir.
Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus hebras en el espacio
lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones.
Eduardo Acevedo Díaz