Finalmente, en un ángulo del salón (desde donde podía ver el cielo, las copas de algunos árboles y los rojizos torreones de la Alhambra, pero donde no podía ser vista sino por las aves que revoloteaban sobre el cauce del río Darro), estaba sentada en un sitial, inmóvil, con la mirada perdida en el infinito azul de la atmósfera y pasando lentamente con los dedos las cuentas de ámbar de larguísimo rosario, una monja, o, por mejor decir, una
Comendadora de Santiago, como de treinta años de edad, vestida con las ropas un poco seglares que estas señoras suelen usar en sus celdas.
Pedro Antonio de Alarcón
La
Comendadora era alta, recia, esbelta y armónica, como aquella nobilísima cariátide que se admira a la entrada de las galerías de escultura del Vaticano.
Pedro Antonio de Alarcón
¡Pégame, si eres capaz! La
Comendadora se levantó con aire desdeñoso, y se dirigió hacia la puerta, sin hacer caso alguno del niño.
Pedro Antonio de Alarcón
¿Qué era, en tanto, del corazón y del alma de la
Comendadora, de aquel corazón y de aquella alma cuya súbita eflorescencia fue tan exuberante?
Pedro Antonio de Alarcón
La traslación a su casa le volvió la salud y las fuerzas, ya que no la alegría; pero como por entonces ocurriera la muerte de su hermano Alfonso, de quien sólo quedó un niño de tres años, alcanzóse que la
Comendadora continuase indefinidamente con su casa por clausura, a fin de que acompañara a su anciana madre y cuidase a su tierno sobrino, único y universal heredero del Condado de Santos.
Pedro Antonio de Alarcón
-¡Satanás!... -balbuceó la
Comendadora, mirando de hito en hito a su madre. El niño se revolcó en el suelo como una serpiente, púsose morado, volvió a llamar a su tía y luego quedó inmóvil, agarrotado, sin respiración.
Pedro Antonio de Alarcón
Desde aquel día la joven
Comendadora fue el asombro y el ídolo de la Comunidad y de cuantas personas entraban en aquel convento cuya regla es muy lata, como la de todos los de su Orden.
Pedro Antonio de Alarcón
El niño se levantó de pronto, tiró los restos del libro, y se marchó de la sala, cantando a voces, sin duda en busca de otro objeto que romper, y las dos señoras siguieron sentadas donde mismo las dejamos hace poco; sólo que la anciana volvió a su interrumpida lectura, y la
Comendadora dejó de pasar las cuentas del rosario.
Pedro Antonio de Alarcón
¿En qué pensaba la
Comendadora? ¡Quién sabe!... La primavera había principiado... Algunos canarios y ruiseñores, enjaulados y colgados a la parte afuera de los balcones de aquel aposento, mantenían no sé qué diálogos con los pajarillos de ambos sexos que moraban libres y dichosos en las arboledas de la Alhambra, a los cuales referían tal vez aquellos míseros cautivos tristezas y aburrimientos propios de toda vida sin amor...
Pedro Antonio de Alarcón
Percibíanse, además, en filosófico concierto, los perpetuos arrullos del agua del río, el confuso rumor de la capital, el compasado golpe de una péndola que en el salón había, y el remoto clamor de unas campanas que lo mismo podían estar tocando a fiesta que a entierro, a bautizo de recién nacido que a profesión de otra
Comendadora de Santiago...
Pedro Antonio de Alarcón
Todo esto, y aquel sol que volvía en busca de nuestra aterida zona, y aquel pedazo de firmamento azul en que se perdían la vista y el espíritu, y aquellas torres de la Alhambra, llenas de románticos y voluptuosos recuerdos, y los árboles que florecían a su pie como cuando Granada era sarracena...; todo, todo debía de pesar de un modo horrible sobre el alma de aquella mujer de treinta años, cuya vida anterior había sido igual a su vida presente, y cuya existencia futura no podía ser ya más de una lenta y continua repetición de tan melancólicos instantes... La vuelta del niño a la sala sacó a la
Comendadora de su abstracción e hizo interrumpir otra vez a la condesa su lectura.
Pedro Antonio de Alarcón
¡Soy yo más valiente que él y lo echaré a la calle, mientras que el escultor se quedará en casa! ¡Tía! -continuó el niño, dirigiéndose a la
Comendadora-, yo quiero verte desnuda... -¡Jesús!
Pedro Antonio de Alarcón