Pa- saba tres ó cuatro meses en Montalván y uno ó dos en Lima, á donde lo atraían sus relaciones amorosas con una bella cria- tura.
¡Ay, cielos, si sospechas no averiguo, más mal hay del que pensaba!) La cortedad, señor mío, tan propia en las de mi edad, y más con no conocidos, han puesto freno en la lengua si bien palabras animo. Buen pintor sois de pasiones amorosas en amigos; mas pintores y poetas pecáis de ponderativos.
Conocile en el metal de la voz, y el alma llena de cosquillas amorosas la dije: «Hermana perrenga, duélete de Santarén que en ti desde ayer desea dar dos nietos a Mahoma, que vayan después a Meca.
En esto, llegó la dueña y le aseguró que el viejo dormía a más y mejor; sosegó el pecho y estuvo atento a muchas palabras
amorosas que Marialonso le dijo, de las cuales coligió la mala intención suya, y propuso en sí de ponerla por anzuelo para pescar a su señora.
Miguel de Cervantes Saavedra
Tratándose de los hombres, podría creerse que obran así por convicción, pero de los animales, ¿sabrías decirme dónde adquieren estas disposiciones amorosas?
La otra soy yo, transferida de espacio, pues he escuchado por las noches sus palabras amorosas, su aliento febril y los quejidos gozosos de su eyaculación.
Necesito explicarme. Fue un amor de esos que llaman ‘’amores intelectuales’’ o ‘’amistades amorosas’’. Susiche ha sido siempre una romántica; se muere por los hombres de talento.
Don Luis eligió a Zulima, la sultana que amó él más, y con su amigo la bella los mares cruzando va. Las amorosas palabras del sevillano galán pronto la harán olvidarse de su cariño quizá.
Hurtado la contestaba: -Ángel de mi vida, sin tus amorosas cartas, sin los consuelos que tan tiernamente me das en tan repetidas ocasiones, ya habría arrancado en presencia de tantos miles de indios el corazón al odioso cacique-.
Y a través de las rejas a su Genaro enviaba Valentina sus amorosas quejas, en alas de la errante golondrina que colgaba su nido en el hueco roído de unas paredes viejas; teniendo en su prisión por compañeros los pájaros del aire y el rumor de los céfiros ligeros.
uando el señor Juan el Tarumba hubo puesto fin al relato de sus amorosas andanzas, quedósele mirando de hito en hito y con expresión irónica el señor Pepe el Totovías, y le preguntó con acento no menos irónico que su mirada: -Compadre, ¿usté quiée seguir un buen consejo que yo le voy a dar ahora mismito, si es que usté me lo permite?
El placer para tus ganas
amorosas, el descanso voluptuoso para tus cansancios; el ardor supremo para tus frialdades; la ardiente flama que te abrase y que me abrase...
Antonio Domínguez Hidalgo