«La sed, la sed, el deseo nos hace vivir y revivir: sed de placer, sed de vivir y sed de morir.» Somos, señora, una pintoresca caravana que bajo la férvida turquesa del cielo ecuatorial cruza el tórrido desierto; nos hacemos la ilusión de que somos mercaderes, pero yo aseguro a usted, señora, que nos puso en movimiento tan sólo el puro afán de sentir sed.
La Naturaleza, cuando tan risibles monstruos forja, parece que está de gorja, y que los hace burlando. Mas, como de estos caprichos, cuando está formal, le pesa, rompe airada la turquesa en que forjó tales bichos.
-¿Qué tiene esa
turquesa -le pregunté un día- que el mirarla le pone a usted tan ceñudo y tétrico? Calló un instante, mientras la espiral del cigarrillo, en finas volutas, ascendía hasta el techo de la habitación en que charlábamos.
Emilia Pardo Bazán
Eran muy bellas, de corta estatura, con hermosos cabellos adornados con ricas diademas de oro cubiertas de pedrería; llevaba en el centro la una una gran esmeralda y la otra una enorme turquesa.
Veía complacido la grandeza que su pueblo amado había extendido a todos los cuatro rumbos de la región. Y la esplendorosa serenidad de los lagos parecía envolverlo con sus matices de azul turquesa y de verde jade.
De una transparencia absoluta, atravesada por los rayos de luz, reflejaba todos los matices del prisma. Ora semejaba un brillante de purísimas aguas, ora un ópalo, una turquesa, un rubí o un pálido zafiro.
Todos los materiales raros y preciosos lo fascinaban y en su deseo de obtenerlos había enviado a países extranjeros a muchos mercaderes, unos a comprar ámbar a los rudos pescadores de los mares del Norte; otros a Egipto en busca de aquella curiosa turquesa verde que sólo se encuentra en las tumbas de los reyes y dicen que posee propiedades mágicas; otros aun a Persia en busca de alfombras de seda y alfarería pintada, y otros, en fin, a la India a comprar gasa y marfil teñido, piedras lunares y brazaletes de jade, madera de sándalo y esmalte azul y mantos de lana fina.
Al fin, el ruso, como si saliese de una abstracción invencible, levantó la cabeza y volvió a considerar atentamente la piedra preciosa, que en su engarce de oro dormía como un trozo de lago sin transparencias. -Esta
turquesa -repitió pensativo-, esta
turquesa...
Emilia Pardo Bazán
Y la tierra, sedienta como estaba, bebió tanta agua caída del cielo que con ese líquido precioso se formaron los lagos de México (De la luna), de Texcoco (De los espejos), de XALTOCAN (De los arenales), de Zumpango (Del muro de calaveras), de Xochimilco (De las sementeras de flores), de Chalco (De piedras preciosas) y se vio como vestida con una falda de color turquesa.
La sequedad de la afirmación me probó que el ruso estaba más afectado por el agüero de lo que parecía. -¿Sabe usted lo que haría yo, Fedor? Vender la
turquesa hoy mismo. -No, eso nunca.
Emilia Pardo Bazán
Su cabeza había sido adornada con un penacho de plumas verdes como las bellas plumas del ave llamada QUETZAL. Lucía unas orejeras de turquesa que relumbraban hacia los cuatro puntos cardinales.
La he comprado en la feria de Nijni Novgorod. Allí, como usted no ignora, el granate, el topacio, el rubí, la
turquesa, se venden en gran escala, a puñados.
Emilia Pardo Bazán