Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta. - No sirve de nada llamar - dijo el lacayo-, y esto por dos razones. Primero, porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
- Dígame entonces, por favor - preguntó Alicia-, qué tengo que hacer para entrar. - Llamar a la puerta serviría de algo - siguió el lacayo sin escucharla-, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos.
- repitió ahora en voz alta. - Yo estaré sentado aquí - observó el lacayo- hasta mañana... En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
Alto; somos de palacio; trasnochar, ir a dormir al amanecer, vivir de prisa, y morir de espacio. Si el cielo no lo remedia, la sátira encaja aquí; mas no ha de haber cosa en mí de lacayo de comedia.
¡Cuál a la corte pusiera algún poeta, si el caso y el lacayo en este paso de la comedia tuviera! ¡Cuál pusiera yo a su Alteza! ¡Qué libremente le hablara, y qué poco respetara su poder y su grandeza!
icia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer, cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos.
Esta última misiva me la devolvió el lacayo, con las siguientes palabras escritas al dorso del sobre: el muy bribón se había ido al campo con su amo.
Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones: - Estaré sentado aquí - dijo- dias y días.
Esto que digo, el lacayo me contó; y encareciendo prometidas vigilancias, tornos, retiros y encierros, me afirmó no saber dónde era la calle y el puesto de la nueva habitación; pero que, por mi respeto, diciéndole yo la mía, me daría aviso cierto.
Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea.
Sustituyó interesable su oficio en mí, y yo, dispuesto a disparates de amor, usurpé sus instrumentos. Vino (¡mirad qué ventura!) en busca de su maestro, para el sacrificio hermoso, el lacayo muy contento.