Toda mi gente huía, extraviada; perseguida por los soldados, fue deshecha. Sólo yo, tras grandes fatigas, logré escapar de las fauces del Averno.
Flores del tamaño de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las
fauces.
Hans Christian Andersen
Nada; ni un arroyo, ni una fuente, ni un charco. La tierra, sedienta, parece gritar a Estrellita del Alba, mostrándole sus resecas fauces: -¿Agua para tu hijo?
Las fauces turbias de sus lacras horas aullarán sus ambiciones de poderes y en un tronco derretido de ignominias gemirán los tecolotes de sus miedos.
Solamente murciélagos en la mansión, una Mansión de los Murciélagos de la Muerte, grandes animales que tenían el mismo aparato mortal que Punta Victoriosa, acabando al instante a aquellos ante sus fauces.
La jauría, compuesta de un número infinito de perros, pasará frente a él, jadeante, con las bocas abiertas, aunque ningún aullido salga de sus fauces inflamadas.
Y dicen que en un lugar llamado COATLICAMAC que quiere decir en las fauces de la serpiente, el hermano mayor de HUITZILOPOCHTLI, TEZCATLIPOCA el moreno, envidioso de la voluntad desplegada por el pueblo elegido de su hermano menor, tramó una mala jugada para nuestros abuelos AZTECAS.
Y la madre tierra abría sus descomunales fauces para recibir los cadáveres de sus aztequitas víctimas de los criminales, en medio de las torrenciales lluvias de agosto, de ese 13 de agosto de 1521, que la estremecía.
Bien podía darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas...
Sus
fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz.
Emilia Pardo Bazán
La mesa estaba rodeada por una multitud heterogénea que envenenaba el espacio con su hálito impuro, y el humo del tabaco envolvía como en una neblina los rostros de los jugadores; los que ganaban reían y chufleaban refrescando las resecas fauces con algún que otro cortado de aguardiente; los perdidosos, con las cejas fruncidas, ponían miradas siniestras y amenazadoras en las cartas que con atormentadora lentitud iba haciendo aparecer uno de los que tallaban; los más veteranos en aquellas clases de lides, sentados en torno de la mesa, apuntaban algunos las jugadas creyendo poder someter a sus cábalas la veleidosa fortuna.
La hundió toda en las horribles
fauces del deslumbrado monstruo, repitiendo los golpes entre los aplausos de la muchedumbre, que saludaba cada metido como una bendición de Dios.
Vicente Blasco Ibáñez