A lo mejor se presenta descalzo, o en camisa, en medio de la sala, pidiendo, por ejemplo, el cordel de su trompa, empeñándose en que alguna de sus hermanas se le ha cogido para amarrarse las enaguas; trata a sus tertulianos a la baqueta; les dice que se larguen a la calle porque quiere cenar; les cuenta que la cena no tiene arte ni sustancia, y que sus hermanas no piensan más que en emperejilarse, y que no tienen más camisa que la puesta y otra, y que a veces andan a la greña porque se disputan el único refajo decente que hay en casa, y que rabian por casarse, y que por algo su papá no quiere parar en casa...
Era doña Feliciana lo que se llamaba una mujer muy de su casa y que, a pesar de ser rica hasta el punto de sacar al sol la vajilla de plata labrada y los zurrones de pesos duros, no pensaba en emperejilarse, sino en aumentar su caudal.
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