o sé que día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre "Heredia", caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al
Capitán General.» Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr.
Pedro Antonio de Alarcón
D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón
Capitán General del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.
Pedro Antonio de Alarcón
- ¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el
Capitán General con un interés que se sobrepuso a sus dudas. El gitano se echó a reír, y respondió: - ¡Es claro!
Pedro Antonio de Alarcón
¿Ha enviado usted a llamar a mi primo, para que me saque de aquí y nos veamos todos libres de impertinencias y ceremonias? -¡Sí, señor
Capitán Veneno!
Pedro Antonio de Alarcón
Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia. Pasaron ocho días sin que el
capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.
Pedro Antonio de Alarcón
¡Precisamente no hay nada que me subleve tanto como ver llorar a las mujeres! El pobre
Capitán Veneno se calló otra vez, mordiéndose los labios algunos instantes sin lanzar ni un suspiro...
Pedro Antonio de Alarcón
-concluyó dirigiéndose a doña Teresa -¡figúraseme que no hay motivo para que me eche usted esas miradas de odio; pues ya no puede tardar en venir mi primo Alvaro, y las librará a ustedes del
Capitán Veneno!...
Pedro Antonio de Alarcón
uince días después del entierro de doña Teresa Carrillo de Albornoz, a eso de las once de una espléndida mañana del mes de las flores, víspera o antevíspera de San Isidro, nuestro amigo el
Capitán Veneno se paseaba muy de prisa por la sala principal de la casa mortuoria, apoyado en dos hermosas y desiguales muletas de ébano y plata, regalo del Marqués de los Tomillares; y, aunque el mimado convaleciente estaba allí solo, y no había nadie ni en el gabinete ni en la alcoba, hablaba de vez en cuando a media voz, con la rabia y el desabrimiento de costumbre.
Pedro Antonio de Alarcón
Con verdadero delirio se abrazaron y besaron madre e hija, precisamente sobre el arroyo de sangre vertida por el
capitán, y entraron al fin en la casa, sin que en aquellos primeros momentos se enterase nadie de que las faldas de la joven estaban agujereadas por el alevoso trabucazo que le disparó el hombre de la buhardilla al verla atravesar la calle...
Pedro Antonio de Alarcón
- No me cabe duda... -decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el
Capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes!
Pedro Antonio de Alarcón
Don José Manuel Velázquez de la Cadena, capitán retirado, señor de Villa de Yecla (España) y regidor del Ayuntamiento de México.
¿Para qué? Y el
capitán se le acercó, hablándole con buen modo, en voz cambiada, de máscara aguardentosa. -Señor Carmelo, no hay mientes de hacerle mal.
Emilia Pardo Bazán